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Ozogoche: la comunidad como ave migratoria


Por Christian Espinoza Parra


Después de surcar 5.365 Km, desde Norteamérica a Ecuador, los cuvivíes se zambullen entre las lagunas de Ozogoche para suicidarse. Poco después, los pobladores de la zona, después de contemplar el enigmático espectáculo de estas aves migratorias, buscan sus pequeños cuerpos en la orilla para comer su carne. Esta imagen del documental ecuatoriano Ozogoche (2023) de Joe Houlberg, en su sentido más místico, nos remonta a una famosa cita bíblica de Juan 6:56-57: «El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él».


En un momento de la cinta, la familia protagonista del film, en efecto, come la carne del cuviví para, después, partir. Sin embargo, la semilla de la migración estaba ya incubada adentro de ellos. De modo que el cuviví resulta, más bien, una forma de llevar consigo la idea de que la migración no es forzada, sino voluntaria. El cuviví ha decidido morir, pero no la población que, como una gran ave migratoria, parte en desbandada, ilegalmente, hacia la frontera con Estados Unidos. La diferencia, entonces, entre el rito cristiano de la transubstanciación y el cuasi pagano del cuviví, radica en que el uno es una preparación para la vida, en tanto, el otro, es un acto de fe contra la muerte.


Por eso, don Feliciano, el hombre que recolecta cuvivíes cada año en las montañas de los Andes, dice que, aunque el cuviví será devorado por nosotros y nosotros a su vez por los gusanos para convertirnos en polvo, «no entendemos el ciclo». Aceptamos la vida eterna, no al revés. La migración, en Ozogoche, refleja así la idea de que todo viaje, en el fondo, tiene algo de muerte, pero si llevamos eso a las paupérrimas condiciones vitales de la comunidad del film, el viaje no es solo una condición para encontrarse con uno mismo, como lo sería en una película de carretera cualquiera, sino que es una obligación para sobrevivir. No es gratuito que el cuviví decida su muerte en el ancho mar y Sisa, la pequeña niña indígena que va hacia Estados Unidos, en cambio, esté por jugarse la vida por lo que podrá encontrar en el ancho y ajeno mundo. 


Creo que esa es la razón de que la pregunta final que me surge cuando salen los primeros créditos de la película es, ¿a dónde pertenecemos? Gabriel García Márquez decía que somos del lugar donde ponemos un muerto bajo tierra. Tomás Eloy Martínez, que somos de donde queremos tirar los huesos. Un migrante cuya infancia había sido destruida por la guerrilla, en cambio, hace años me dijo que uno es de donde se jode. Y quizá, también, o eso quiero creer, uno es de donde uno imagina otra vida posible, una, al menos, un poco distinta de la que nos tocó sin que podamos decidir por cuenta propia.

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